go y novelista austríaco Arturo Schnitz
ler. Ya hace años le consagré un largo es
tudio, destacando lo que había en ese es¬
critor de original y de nuevo. Si lo traigo
otra vez a cuento es por el libro que, a
estudiarlo, le ha consagrado el ilustre cri¬
tico Koerner. Estudia lo que él llama el
fenómeno Schnitzler. Hace un estudio
metódico y sistemático. Comienza po-
apuntar su ascendencia semitica, igual
que la de sus contemporaneos y, según
él, sus inspiradores — Weininger, el filó¬
sofo de la sexualidad, y Freud, el biolo¬
gista de la misma. Schnitzler ha narrado,
como literato, con verdadero talento de
artista, aquellos casos picológicos y pato¬
lógicos que Weininger y Freud han tra¬
tado de explicar como sabios. Y, según
Koerner, el parentesco intelectual entre
Schnitzler Freud en particular, es pro
ximo, de una identidad innegable
Schnitzler es médico, y ya en el curso de
sus estudios académicos sentia, como el
creador de la psicoanálisis, una marcada
predilección por las experiencias psicolo¬
gicas.
Aun cuando el campo de actuación de
ambos es tan diverso, existe entre ellos
una indudable analogía de espiritu. Antes
que el sabio, el escritor parece haber pre¬
sentido el papel que desempeña el Incons¬
ciente, cuando por boca de uno de sus
personajes se expresa en estos términos:
«La mayor parte de los seres humanos no
sospecha siquiera todo lo que ellos saben,
sin darse cuenta, en las profundidades del
alma.»
Lo que nos ofrece, en sus narraciones
novelescas, son casos patológicos. Antes
que Koerner lo han señalado todos los cri¬
ticos de Schnitzler. Saltan a la vista, sin
necesidad de una aguda penetración y de
una observación sagaz.
En «Morir», por ejemplo, una de las no¬
velas cortas más emocionantes de este au¬
tor, que tira siempre a un dramatismo
exasperado, nos ofrece la trágica situación
de un enfermo y de su amante. Elevándo¬
se de la realidad dolorosa en que viven
esos personajes, adquieren una superior
representación de simbolos.
Como parece obligado, el tema de
Schnitzler, lo mismo en sus dramas que
en sus novelas, es el amor. Pero no es el
amor engendrado en una sentimentalidad
exquisita, limpia de impurezas, sino un
amor vulgar, con mucho de morboso. En
los héros de Schnitzler, el amor no es
una exaltación poética del espíritu, sino
una enfermedad de los sentidos que hace
más sufrir que gozar. El deleite suele ser
penoso, cuando no agota, hasta.
En esos héroes de Schnitzler hay gran¬
des diferencias. A un lado es preciso po¬
ner los hombres, y aparte las mujeres. Si
no de distinta consideración espiritual
o apartados entre si viviendo en diferentes
zonas morales, por lo menos se advierte,
entre unos y otros, señalada distancia, por
lo menos en los temperamentos y en los
objetivos que marcan a sus existencias
respectivas.
Los personajes masculinos de Schnitzler
proceden, especialmente, del mundo de los
parásitos vieneses, vividores sin más pre¬
ocupación que divertirse, de gozar plena¬
mente de todos los placeres, variándolos y
multiplicandolos, pasando del frenes al
desmayo, pero sin hastiarse nunca. Son
las suyas almas movidas a través de la
existencia, algo más que frivola, por tres
resortes únicos, al decir de Koerner, que
son el egoísmo, la cobardía y la vanidad.
Pero predomina en ellos, sobre los otros
defectos, un egoismo feroz.
Los sentimientos que los une a sus com¬
pañeras de placer son a flor de piel, sin
rozar jamás el verdadero amor y mucho
menos la pasión embravecida que arrastra
a las extremas locuras. Esos sentimientos
no pasan de ser caprichos livianos, entre¬
tenimientos pasajeros.
Uno de esos personajes masculinos de¬
und
la categorie de las mu-
chachas o de las demoniacas. Al con¬
trario de sus amantes, ellas son capaces
de sacrificio y son propensas a la terra.
Lo que no son es virtuosas, porque, según
Schnitzler, las virtuosas son ridiculas.
Sucumben por afan de placeres, por in¬
consciencia, por sentimentalismo no satis¬
fecho. Lo que no las arrastra nunca a la
caída es la codicia, el ansia de luero. Pero
aunque sean impelidas por otros móviles,
de ningún modo honestos, pero si desinte¬
resados, sucumben siempre. Y hay que
añadir que, si bien son pecadoras, no son
cortesanas. Tienen más de la «Mimi», de
Musset, que de la «Nana», de Zola.
Esos personajes no tienen nada de sim¬
páticos ni ese mundo en que se mueven
es recomendable. Hay, por el contrario,
que evitar el contagio, que es fatal para
una sociedad que se defienda contra la
descomposición y la rápida disolución.
JOSE BETANCORT